martes, 25 de agosto de 2009

QUE ES LA TRADICION APOSTOLICA ?




A menudo los hermanos evangélicos, discutiendo con nosotros los católicos, nos dicen: «¿Dónde habla la Biblia del purgatorio? ¿Dónde dice la Biblia que San Pedro fue a Roma? ¿De dónde sacan ustedes los católicos eso de que María es la Inmaculada Concepción y que subió al cielo en cuerpo y alma?».

Para los evangélicos, la Revelación Divina y la Biblia son lo mismo. Es decir, para ellos solamente en la Biblia se encuentra toda la Revelación de Dios.

Ahora bien: ¿Es correcta esta posición? ¿Es cierto que la Biblia contiene todo el Evangelio de Cristo? ¿Qué dice la misma Biblia al respecto? Además, ¿quién reunió todos los libros inspirados que constituyen la Biblia? ¿Acaso no fue la Iglesia la que recibió el encargo de predicar el Evangelio por todo el mundo, hasta el fin de los tiempos? ¿Qué hubo primero: la Biblia o la Iglesia?

Hermanos, en esta carta les explicaré por qué la Revelación Divina no abarca solamente la Biblia, como piensan los evangélicos, sino que la Revelación de Dios se manifiesta en la Tradición Apostólica y en la Biblia. Es un tema un poco difícil, pero fundamental para la comprensión correcta de la fe católica. Es un tema que ha sido causa de muchos malos entendidos entre la Iglesia Católica y las distintas iglesias evangélicas.

La Revelación Divina

La Revelación es la manifestación de Dios y de su voluntad acerca de nuestra salvación. Viene de la palabra «revelar», que quiere decir «quitar el velo», o «descubrir».
Dios se reveló de dos maneras:

La Revelación natural, o revelación mediante las cosas creadas.

Dice el apóstol Pablo: «Todo aquello que podemos conocer de Dios El mismo se lo manifestó. Pues, si bien a El no lo podemos ver, lo contemplamos, por lo menos, a través de sus obras, puesto que El hizo el mundo, y por sus obras entendemos que El es eterno y poderoso, y que es Dios» (Rom 1,19-20).

La Revelación sobrenatural o divina

Desde un principio Dios empezó también a revelarse a través de un contacto más directo con los hombres, mediante los antiguos profetas y de una manera perfecta y definitiva en la persona de Cristo Jesús, el Hijo de Dios. «En diversas ocasiones y bajo diferentes formas, Dios habló a nuestros padres, por medio de los profetas, hasta que, en estos días que son los últimos, nos habló a nosotros por medio de su Hijo» (Heb.1,1-2). Jesús nos reveló a Dios mediante sus palabras y obras, sus signos y milagros; sobre todo mediante su muerte y su gloriosa resurrección y con el envío del Espíritu Santo sobre su Iglesia. Todo lo que Jesús hizo y enseñó se llama «Evangelio», es decir, «Buena noticia de la Salvación».

¿Cómo fue transmitida la Revelación Divina?

Para llevar el Evangelio por todo el mundo, Jesús encargó a los apóstoles y a sus sucesores, como pastores de la Iglesia que El fundó personalmente:

«Vayan y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos. Bautícenlos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enséñenles a cumplir todo lo que yo les he encomendado. Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo» (Mt. 28,18-20).

Aquí notamos cómo Jesús ordenó «predicar» y «proclamar» su Evangelio. Y de hecho los Apóstoles «predicaron» la Buena Nueva de Cristo. Años después algunos de ellos pusieron por escrito esta predicación. Es decir, al comienzo la Iglesia se preocupó de predicar el Evangelio. Por supuesto el Evangelio que Jesús entregó a los Apóstoles no estaba escrito. Jesús no escribió nunca una carta a sus Apóstoles; su enseñanza era solamente oral. Así lo hicieron también los Apóstoles.

La Tradición Apostólica

Este mensaje escuchado por boca de Jesús, vivido, meditado y transmitido oralmente por los Apóstoles, se llama «la Tradición Apostólica».

Cuando aquí hablamos de la Tradición» (con mayúscula), nos referimos siempre a la «Tradición Apostólica». No debemos confundir «la Tradición Apostólica» con la «tradición» que en general se refiere a costumbres, ideas, modos de vivir de un pueblo y que una generación recibe de las anteriores. Una tradición de este tipo es puramente humana y puede ser abandonada cuando se considera inútil. Así Jesús mismo rechazó ciertas tradiciones del pueblo judío: «Ustedes incluso dispensan del mandamiento de Dios para mantener la tradición de los hombres» (Mc.7,8).

La Tradición Apostólica se refiere a la transmisión del Evangelio de Jesús. Jesús, además de enseñar a sus apóstoles con discursos y ejemplos, les enseñó una manera de orar, de actuar y de convivir. Estas eran las tradiciones que los apóstoles guardaban en la Iglesia. El apóstol Pablo en su carta a los Corintios se refiere a esta Tradición Apostólica: «Yo mismo recibí esta tradición que, a su vez, les he transmitido» (1 Cor. 11, 23).

Resumiendo, podemos decir que Jesús mandó «predicar», no «escribir» su Evangelio. Jesús nunca repartió una Biblia. El Señor fundó su Iglesia, asegurándole que permanecerá hasta el fin del mundo. Y la Iglesia vivió muchos años de la Tradición Apostólica, sin tener los libros sagrados del Nuevo Testamento.

La Biblia

Solamente una parte de la Palabra de Dios, proclamada oralmente, fue puesta por escrito por los mismos apóstoles y otros evangelistas de su generación.

Estos escritos, inspirados por el Espíritu Santo, dan origen al Nuevo Testamento (NT), que es la parte más importante de toda la Biblia. Está claro que al escribir el NT, no se puso por escrito «todo» el Evangelio de Jesús.

«Jesús hizo muchas otras cosas. Si se escribieran una por una, creo que no habría lugar en el mundo para tantos libros», nos dice el apóstol Juan (Jn. 21,25).

La Sagrada Escritura, y especialmente el NT, es la Palabra de Dios, que nos manifiesta al Hijo en quien expresó Dios el resplandor de su gloria (Heb.1,3).

Podemos decir que sólo la parte más importante y fundamental de la Tradición Apostólica fue puesta por escrito. Por esta razón la Iglesia siempre ha tenido una veneración muy especial por las Divinas Escrituras.

Biblia y Tradición

Después de esto podemos decir que la revelación divina ha llegado hasta nosotros por la Tradición Apostólica y por la Sagrada Escritura. No debemos considerarlas como dos fuentes, sino como dos aspectos de la Revelación de Dios. El Concilio Vaticano II lo describe muy bien: «La Tradición Apostólica y la Sagrada Escritura manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal y corren hacia el mismo fin». La Tradición y la Escritura están unidas y ligadas, de modo que ninguna puede subsistir sin la otra.

Además, la Sagrada Escritura presenta la Tradición como base de la fe del creyente: «Todo lo que han aprendido, recibido y oído de mí, todo lo que me han visto hacer, háganlo» (Fil.4,9). «Lo que aprendiste de mí, confirmado por muchos testigos, confíalo a hombres que merezcan confianza, capaces de instruir después a otros» (2. Tim. 2,2).

«Hermanos, manténganse firmes guardando fielmente las tradiciones que les enseñamos de palabra y por carta» (2 Tes. 2,15).

Está claro que el Apóstol Pablo, para confirmar la fe de los cristianos, no usa solamente la Palabra de Dios escrita, sino que recuerda también de una manera muy especial la Tradición o la predicación oral.

Para el Apóstol las formas de transmisión del Evangelio: Sagrada Escritura y Tradición, tienen la misma importancia. En realidad, una vez que se escribió el NT no se consideró acabada la Tradición Apostólica, como si estuviera completa la Revelación Divina. La Biblia no dice eso; en ninguna parte está escrito que el cristiano debe someterse ¡sólo a la Biblia! Esta es una idea que surgió entre los protestantes recién en los años 1550. En la Iglesia Católica hubo siempre una conciencia clara sobre la importancia de la Tradición Apostólica, sin quitar a la Biblia el valor que tiene.

¿Sólo la Biblia?

Es un error creer que basta la Biblia para nuestra salvación. Esto nunca lo ha dicho Jesús y tampoco está escrito en la Biblia. Jesús, reitero, nunca escribió un libro sagrado, ni repartió ninguna Biblia. Lo único que hizo Jesús fue fundar su Iglesia y entregarle su Evangelio para que fuera anunciado a todos los hombres hasta el fin del mundo.

Fue dentro de la Tradición de la Iglesia donde se escribió y fue aceptado el N.T., bajo su autoridad apostólica. Además la Iglesia vivió muchos años sin el N.T., el que se terminó de escribir en el año 97 después de Cristo. Y también es la Iglesia la que, en los años 393-397, estableció el Canon o lista de los libros que contienen el N.T.

Por tanto, si aceptamos solamente la Biblia, ¿cómo sabemos cuáles son los libros inspirados? La Biblia, en efecto, no contiene ninguna lista de ellos. Fue la Tradición de la Iglesia la que nos transmitió la lista de los libros inspirados. Supongamos que se perdiera la Biblia, en ese caso la Iglesia seguiría poseyendo toda la verdad acerca de Cristo, la cual hasta la fecha ha sido transmitida fielmente por la Tradición, tal como lo hizo antes de escribir el NT.

Los evangélicos, al aceptar solamente la Biblia, están reduciendo considerablemente el conocimiento auténtico de la Revelación Divina. Guardemos esta ley de oro que nos dejó el apóstol Pablo: «Manténganse firmes guardando fielmente la Tradiciones que les enseñamos de palabra y por carta» (2 Tes. 2,15).

El Magisterio de la Iglesia

La Revelación Divina abarca la Sagrada Tradición y la Sagrada Escritura. Este depósito de la fe (cf. 1 Tim. 6, 20; 2 Tim. 1, 12-14) fue confiado por los Apóstoles al conjunto de la Iglesia. Ahora bien el oficio de interpretar correctamente la Palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia. Ella lo ejercita en nombre de Jesucristo. Este Magisterio, según la Tradición Apostólica, lo forman los obispos en comunión con el sucesor de Pedro que es el obispo de Roma o el Papa.

El Magisterio no está por encima de la Revelación Divina, sino que está a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido. Por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, el Magisterio de la Iglesia lo escucha devotamente, lo guarda celosamente y lo explica fielmente.

Los fieles, recordando la Palabra de Cristo a sus apóstoles: «El que a ustedes escucha, a mí me escucha» (Lc.10, 16), reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas. El Magisterio de la Iglesia es un guía seguro en la lectura e interpretación de la Sagrada Escritura, «ya que nadie puede interpretar por sí mismo la Escritura» (2 Ped. 1, 20).

El Magisterio de la Iglesia orienta también el crecimiento en la comprensión de la fe. Gracias a la asistencia del Espíritu Santo, la comprensión de la fe puede crecer en la vida de la Iglesia cuando los fieles meditan la fe cristiana y comprenden internamente los misterios de la Iglesia. Es decir, el creyente vive la palabra de Dios en las circunstancias concretas de la historia y hace cada vez más explícito lo que estaba implícito en la Palabra de Dios.

En este sentido la Tradición divino-apostólica va creciendo, como sucede con cualquier organismo vivo.

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